Cartas a las novias perdidas
Una novela de David Torres que ha sido galardonada con el LXVI Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid. Los lazos familiares, el pasado y las relaciones amorosas son algunos de sus ingredientes
El pasado siempre vuelve y en esta ocasión regresa con Cartas a las novias perdidas (Algaida), una novela de David Torres (Madrid, 1966) que ha sido galardonada con el LXVI Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid. Un relato que nos llevará de viaje por las décadas más recientes con una historia intrafamiliar cosida con esos lazos tan peculiares de las relaciones entre hermanos.
Pablo H. Casas es el protagonista y narrador de una historia contada en primera persona. Él nos hablará de las diferencias que mantiene con su hermano, algo casi hereditario ya que su padre también tuvo una complicada relación con su tío. Los recuerdos de la infancia regresan en esta mirada nostálgica en la que conviven el drama, la familia y las relaciones amorosas (unas más creíbles que otras).
El protagonista es un tipo que vive de su imaginación, pero que se tendrá que enfrentar a los tormentos del pasado al regresar a su casa tras comunicarle su hermano que su madre había desaparecido. Con su padre enfermo de alzhéimer, la fuerza de los lazos de sangre será puesta a prueba en este cuadro de costumbres. Los enfrentamientos entre hermanos nos dejarán momentos divertidos, y otros no tanto en los que veremos que la onda expansiva de los problemas acaba afectando incluso a terceros.
Con buenas dosis de ironía, unos personajes con mucha fuerza y un notable ritmo narrativo, Cartas a las novias perdidas es un libro que nos reencontrará con parte de nosotros al retrotraernos a algunos de los momentos del ayer. Una lectura ágil y recomendable para aquellos que se empeñan en borrarnos (o cambiarnos) la memoria personal e histórica.
Así comienza...
En el principio siempre hubo dos hermanos, Caín y Abel, Anubis y Bata, Rómulo y Remo, Tomás y papá, Fran y yo. Nunca se llevan bien entre ellos y tarde o temprano acaban a golpes. En mi familia esto ya era una tradición: mi madre apenas se hablaba con sus hermanos más que una o dos veces al año, generalmente por Navidad; y mi padre no volvió a dirigirle la palabra al tío Tomás después de un oscuro incidente jamás aclarado. Era un tema tabú, coto vedado, una tachadura en la contabilidad secreta de los Hernández .Una vez se me ocurrió preguntarle el porqué de aquel silencio; yo tenía diecinueve años, acaba de ingresar en la Facultad de Letras, y la mirada que me asestó mi viejo me retrotrajo de inmediato a los catorce, a los diez, a los siete.