Un beso en Tokio, una bella novela sobre el arte, la vida y la nostalgia
Cristina Carrillo de Albornoz firma con nota alta su primera novela
Kengo Ōe, un arquitecto japonés en la cúspide de su carrera profesional, decide romper con todo para encontrar la armonía y el impulso vital perdidos. A lo largo de un periplo vital y emocional, desde China y hasta Zimbaue, su viaje se convierte en un peregrinaje por el universo estético de los siglos XX y XXI que le permitirá redescubrir el deseo y reflexionar sobre el azar en nuestra existencia, sobre la compleja naturaleza del amor y de la ausencia, sobre la realidad y los sueños, el misterio de la belleza, y, en definitiva, sobre la invencible felicidad del ser. Esto es parte de la sinopsis de Un beso en Tokio (La Huerta Grande), la primera novela de Cristina Carrillo de Albornoz.
Nos encontramos ante una aventura emocional donde el arte está muy presente y la invitación a reflexionar es continua a lo largo de las páginas de esta historia. El poder de crear y elementos culturales como el cine, la música o la arquitectura dan valor a un libro donde la belleza efímera se balancea junto al amor imperfecto.
El personaje de Kengo es de los que atrapan, de los que te van seduciendo hasta llevarte a su terreno. Una historia luminosa y nostálgica que cuenta con personajes secundarios muy expresivos. Narrada con mucha sensibilidad, el amor es otro de los temas que aborda la autora, exdiplomática de las Naciones Unidas en Suiza y Francia. La pérdida, el sentimiento de lo que quedó atrás, de los que se fueron, recorren junto a la esperanza parte de esta bella novela.
Así comienza...
Alberto Giacometti colocó un paño húmedo sobre la cabeza que estaba esculpiendo, luego cerró su estudio y se dirigió al Sphinx, el burdel de lujo situado en el centro de París, donde solía tomar una copa al final de la tarde. Al entrar vislumbró a Caroline: ¡había vuelto! Desnuda de cintura para arriba, como tantas veces, era de sus ojos magnéticos de donde no podía apartar la mirada. Unos ojos de terciopelo pulverizado que lo absorbían instantáneamente y que, a su vez, ¡oh, paraíso!, jugaban con los suyos. De nuevo se sintió feliz...
—¡Ah! —exclamó Kengo Ōe al levantar la cabeza de la mesa de su despacho y golpearse contra el foco de luz. Se había quedado de nuevo dormido.