La abuela que cruzó el mundo en una bicicleta
Gabri Ródenas nos regala una entrañable historia en un libro que nos acercará al valor de las pequeñas cosas
Y entonces llegó La abuela que cruzó el mundo en una bicicleta (Urano) y nos regaló un maravilloso momento, nos entregó magia en un libro que nos invita a volver a soñar, a creer en nosotros mismos.
Como indica Gabri Ródenas en la introducción, "este viaje te ayudará a verte a ti mismo o a ti misma tal y como eres en realidad. Te guiará a través de tu propia alma en un proceso de descubrimiento y sanción". Y lo hará a través de una historia tan entrañable como divertida. Un viaje que, como añade el propio autor, "te permitirá ver el mundo que te rodea desde una perspectiva más profunda y compasiva. Te permitirá ver el mundo tal como es en realidad. Y esa nueva visión jamás te abandonará".
La profundidad del mensaje te llega al alma. La historia de doña Maru se acerca con tanta vitalidad y cariño al corazón que se convierte en un ejemplo para tener muy en cuenta en nuestros días más grises. Un relato que se aleja bastante de todos esos libros que venden humo al calor de una inexistente motivación. En este caso nos encontramos con un texto muy inspirador que guarda una preciosa fábula.
Existía un modo no de detener el tiempo, pero sí de habitar un tiempo en el que los efectos colaterales no supusiesen un quebradero de cabeza
La abuela que cruzó el mundo en una bicicletaY desconozco hasta qué punto me ha podido transformar o no el libro, pero está claro que es de los que te dejan una huella, de los que te hacen reflexionar y sentir. Algo que no es fácil en estos tiempos que corren donde encontramos mucha paja y literatura barata. Un libro para valorar las pequeñas cosas, para encontrar el verdadero sentido de la vida. Muy necesario para volver a la realidad, para sentir que no todo está perdido en este mundo que camina tan disparatadamente. Con una prosa sencilla, sensible y directa, Ródenas firma un exquisito relato.
Así comienza...
"¡Sucia! -gritaba uno de ellos mientras le propinaba otra patada en los riñones. ¡Apestosa! -decía otro. Y ellos la maltrataban porque sabían que también ellos eran sucios y apestosos. Y pobres. Pero ella era huérfana y ellos no. La niña, acurrucada en el suelo, se protegía de los golpes cubriéndose la cabeza con unos bracitos menudos y delgados. Llevas el vestido sucio y las lágrimas se abrían paso a través del polvo de su cara como un rastro de ácido fórmico. Lágrimas secas y resignadas. Lágrimas de niña salvaje".