Historia, fantasía y destino
Fernando Martínez-Bretón demuestra una gran capacidad narrativa en una novela de lo más recomendable
Una gran combinación de elementos forman parte de Origen y destino, un libro en el que su autor, Fernando Martínez-Bretón, demuestra una notable capacidad narrativa con una historia elaborada con nota. Entre este y otro mundo camina una novela que combina seres espirituales, organizaciones secretas e intrigas dinásticas.
Atractivos ingredientes que, lejos de estar introducidos al azar para darle relleno a la historia, están perfectamente encajados. El autor maneja con acierto el suspense y va introduciendo con criterio una trama en la que se entrelazan tres historias.
Las peripecias de un espía de la corte de Carlos III en Irlanda forman parte de una novela que combina seres espirituales, organizaciones secretas e intrigas dinásticas
'Origen y destino'Aunque el ritmo va subiendo y bajando, lo cierto es que es difícil mantener la intensidad a lo largo de una historia que supera las 700 páginas. Y que, pese a su extensión, en ningún momento da la sensación de hacerse pesada. No cansa. La temática escapa de los patrones habituales y las pinceladas de humor y diálogos bien construidos ayudan a que la lectura sea ágil.
En un lugar ajeno a la realidad material, donde la exterioridad es creada por las luces de la imaginación, se estableció una comunicación cuya protagonista era Liudeia
'Origen y destino'Los personajes son de los que dejan huella y sorprende como el autor logra atrapar al lector a lo largo de toda la novela. Original y entretenida, fantástica e histórica, Origen y destino es un libro de lo más recomendable. Una de esas historias a las que hay que acercarse y darle el valor que tiene.
Al mérito de escribir con talento literario un libro así hay que añadir ese esfuerzo añadido de sacar adelante la edición en un mundo literario tan complicado que en muchas ocasiones -como ocurre en este caso- no da el sitio que corresponde a una historia de estas características.
Así comienza...
"Cuando el contador de los tiempos modernos abrió el telón al verano del año 1752 de nuestra era, la confluencia de lo humano y lo sobrenatural se posó en mí: un trotamundos de rutas prohibidas propenso a la incomprensión social y, según la festividad pagana de los Santos Ignorantes, al atolondramiento y al desvarío.
Todo empezó con la partida desde mi riojana ciudad natal hacia tierras aragonesas. En un rapto de rebeldía e insensatez, Zaragoza fue la ciudad que me acogió tras una trifulca que coronó los desencuentros con mis progenitores. A mis veintidós años, las diferencias generacionales fueron insostenibles para el desarrollo de mis sueños y esperanzas, o al menos eso creí".