El olor de las olas, una novela de Roberto Corral Moro
Una mirada al pasado de una mujer anciana que dibuja sus miedos y sueños infantiles mientras pasea por lo que ha sido su vida
Las olas son vidas de ida y vuelta. Son aroma de recuerdos y nostalgia. Van y vienen, borrando el pasado, señalando el horizonte... Tan diferentes pero tan iguales, como cada uno de nosotros. Y en esa diversidad seguro que encontramos puntos en común y sentimientos encontrados que nos llegarán con El olor de las olas (Grupo de Comunicación Loyola), una novela de Roberto Corral Moro (en la imagen inferior) que fue finalista del Premio Nadal de Novela 2020.
Con suerte quedaba alguna emoción, como una caricia en la mejilla, esa piel de gallina que volvía sin saber por qué, algún temor infantil que nunca llegó a marcharse del todo, o ese frío que se quedó dentro y que aún tenía el poder de erizar el vello como lo hicieron años atrás...
El olor de las olasEl paso del tiempo, de las estaciones, la cercanía del adiós forman parte de esta novela que tiene como protagonista a Aurora, una mujer anciana que está ingresada en un geriátrico. Allí, cada día, va al jardín de la residencia acompañada de Soledad, que es quien se encarga de empujar la silla de ruedas. Un lugar al que vendrán los recuerdos del ayer, los amores vividos, los momentos de alegría, las amistades abrazadas.
Aurora dibujará su infancia y volverá a subir al barco de la memoria para narrar sus miedos y sus sueños en una novela que nos emocionará y que nos hará recordar también todo aquello que fuimos. Una historia que nos hará volver tras las olas para reencontrarnos con parte de nuestro pasado, de nuestra familia, de aquellos abuelos que todavía siguen muy presentes a pesar de su ausencia. La vida va tan rápida que se nos escapa, por eso a veces es bueno detenerse a leer las olas para recordar su olor.
Ni una de más, ni una de menos
Soledad no hablaba demasiado; nunca lo hizo. Como una hormiguita, desde niña había cuidado monedas y palabras con igual esmero. Como si se tratara de una semilla, ese espíritu ahorrador que le cultivaron sus padres tan pronto, fue creciendo hasta hacerse grande en ella. »Ni una de más, ni una de menos», le había susurrado al oído su madre aquella mañana fría de septiembre antes de entrar, acobardada como un conejito, a su primer día de parvulario. Que siempre existía un motivo para hablar lo justo, le insistió más tarde, ya en casa, mientras merendaba un vaso de leche en el que empapaba las magdalenas de borde dorado de la abuela. Después, los años y la vida no hicieron otra cosa que corroborar aquel sobrio «ni una de más, ni una de menos».